sábado, 26 de agosto de 2017

Octava Peregrinación a Luján


       En el marco del centenario de las apariciones de Fátima, un grupo de laicos católicos, llamado “Nuestra Señora de la Cristiandad” ha realizado la 8º Peregrinación a Luján, cuyo fin es el de promover el Reinado social de Nuestro Señor Jesucristo en la Iglesia y en la Patria, a través de la restauración de todos los elementos de la Tradición eclesial, expresados en la forma antigua (y nunca abolida) de la celebración de la Santa Misa. El resurgimiento del espíritu de la Cristiandad sólo se logrará cuando la devoción al Santísimo Sacramento sea efectiva y afectivamente el centro de la existencia de todo cristiano. El espíritu que se lleva, desde los estandartes hasta los himnos que se cantan, desde las mortificaciones hasta las vigilias realizadas, manifiestan la actitud cristiana y patriótica que debe impulsar a todo patriota del Cielo y de la tierra, en palabras del p. Alberto Ezcurra[1]. Quien quiera conocer más sobre ellos puede visitar su página web.








Como todos los años, se partió desde Rawson (Buenos Aires) y se llegó a la Basílica de Luján. En esta ocasión, se comenzó el sábado 19 y se concluyó el lunes 21, feriado en Argentina por la muerte del Gral. San Martín, trasladado desde el 17 de agosto. Particularmente, este año, por las razones antes dichas, se quiso recordar el mensaje de Fátima, y el testimonio de vida de los videntes.
«A 100 años de las apariciones de Ntra. Sra. de Fátima, Nuestra Señora de la Cristiandad nos propone el lema “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”. La Divina Providencia nos convoca a peregrinar al Santuario de Nuestra Señora un 19 de agosto de 2017, día en el que se cumple el centenario de la cuarta aparición de la Virgen a los pastorcitos de Fátima. […] En esta cuarta aparición la Virgen María hace un llamado apremiante a vivir una vida de conversión, oración y penitencia, tres fuentes que nutren la vida del alma, diciendo a los tres pastorcitos: “Rezad, rezad mucho y haced muchos sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno por no tener quién se sacrifique y pida por ellas.” A lo largo de estos tres días nos proponemos revivir y acoger el mensaje de Fátima por medio del sacrificio, la meditación, la oración y la participación en la Santa Misa. Peregrino: que el dolor, el cansancio y las dificultades que se te presenten en esta peregrinación te ayuden a practicar el pedido de la Virgen, y que puedas repetir junto a los tres pastorcitos: “¡Oh Jesús, sufro por tu amor, por la conversión de los pecadores, y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!”»
Por esta razón, las intenciones de la peregrinación fueron:
«Primero, caminar para la mayor gloria de Dios;
Por la salud de los enfermos o el consuelo divino en sus sufrimientos;
Por los que están agonizando o van a morir en las próximas horas para que se arrepientan de sus pecados;
Por las almas del Purgatorio;
Por nuestra Patria y la conversión de los que nos gobiernan;
Para que no se permitan más leyes contrarias a la Ley Divina y al Orden natural;
Para que Nuestro Señor ponga fin a la persecución de los cristianos y matanza de inocentes en Medio Oriente;
Por la santificación y perseverancia de todos los consagrados a Dios por María;
Por el Papa, Cardenales y Obispos, para que sean fieles a su ministerio;
Pidiendo muchos y santos sacerdotes para estos momentos de la Iglesia. Muchas santas vocaciones religiosas, monásticas y matrimoniales;
Para que un día el Papa consagre a Rusia al Corazón Inmaculado de María;
Por los matrimonios para que la Virgen los auxilie continuamente con las gracias del Cielo;
Por los que se preparan para el matrimonio para que lo hagan según la Voluntad de Dios;
Por todos los trabajadores especialmente por aquellos que trabajan los campos que se atravesarán durante la peregrinación;
Para que no haya divisiones entre los católicos, y que prevalezca la unión en la fe verdadera;
Para que la Misa tridentina sea permitida, conocida, y amada por los sacerdotes y laicos;
Para que Dios venga en auxilio de los sacerdotes perseguidos por tal causa;
Por los Siervos Reparadores, que siempre nos acompañan;
Por una peregrina de siempre, Isabel Prieto, que se encuentra en estado grave de salud;
Y por las intenciones particulares que cada uno lleva durante estos 100 km para depositarlos a los pies de María.»
Entre las intenciones mencionadas, conviene destacar el pedido de la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, tal y como lo solicitó la Virgen Santísima en Tuy (España), el 13 de junio de 1929, a saber: el nombrar explícitamente a Rusia en la consagración (sin alcanzar la sola mención del mundo); la consagración simultánea del Papa y de todos los Obispos en unión con él, en Roma o dispersos en sus diócesis; la realización solemne de tal consagración; y hecha con la finalidad de reparar y expiar las ofensas realizadas contra la Santísima Virgen. De este modo, Rusia jamás ha sido consagrada. Y por este motivo sigue esparciendo sus errores por el mundo, tal como lo vemos en el marxismo cultural.


Es bueno también hacer mención de la promoción de la Misa tradicional, impulsada por estos laicos que perciben el ataque de los “necios con poder”, parafraseando las palabras del p. Castellani[2], a aquellos sacerdotes que desean cumplir con la enseñanza magisterial de la Iglesia, tal como es el motu proprio «Summorum Pontificum», del Papa Benedicto XVI.



      El primer día de la peregrinación estuvo bajo la protección de Santa Jacinta Marto, quien tenía una sed insaciable de sufrir por la conversión de los pecadores. Se pide que esta santa niña nos inflame en nuestro amor, realizando sacrificios y rezando el Santo Rosario, para lograr nuestra conversión y la de los pecadores.
El segundo día estuvo bajo el patronazgo de San Francisco Marto. Él llegó a ser un gran contemplativo y enamorado del Santísimo Sacramento. Su anhelo principal era «consolar a Dios, que está muy triste», para lo cual no dejaba pasar ocasión de ofrecer sacrificios y oraciones.
Al llegar la noche de este día, se dio una charla a los presentes, se impuso el escapulario de la Santísima Virgen a quienes lo solicitaron, y realizaron la esclavitud mariana según el método de San Luis María Grignion de Montfort aquellos que se prepararon previamente para ello. Luego se rezaron las Completas, según la forma extraordinaria del Rito Romano, y se realizó la adoración nocturna del Santísimo Sacramento hasta las 6 de la mañana, cuando se retoma la actividad habitual.
El tercer día estuvo dedicado al Inmaculado Corazón de María. «Como dijo Nuestra Señora: “Jesús quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien la abrazare, le prometo la salvación; y estas almas serán amadas por Dios, como flores puestas por Mí para adornar su trono.» Rezar, consolar y reparar, esa es nuestra tarea.
Se rezan cada día durante la peregrinación los cuatro misterios del Santo Rosario, y se hacen dos o tres meditaciones sobre el patrono del día.
La peregrinación culminó con la Misa solemne, presidida por Mons. Antonio Baseotto, a los más de 650 peregrinos, más las personas que se acercaron a la Basílica con esta ocasión. Antes de comenzar la renovación del santo sacrificio de la Misa, los peregrinos se consagraron al Corazón Inmaculado de María. Durante la homilía, Mons. Baseotto habló de San Pío X, cuyo santo se celebra dicho día en la forma ordinaria, recordando la actualidad de sus enseñanzas: la importancia del Catecismo bien enseñado, la Santa Comunión dada a los niños, y sobre todo la lucha contra el modernismo.









        Si a esto le sumamos los más de 500 que asistieron a Paraná (dado que había 460 sillas y muchos estaban de pie, y otros tanto afuera, sin ni siquiera contar los niños), para las XXII Jornadas de Formación del Litoral Argentino, con expositores de primer nivel, donde ambos eventos contienen el mismo espíritu nacionalista y católico, como lo escribió el padre Javier Olivera aquí, tenemos más de 1.200 personas con el mismo fin y el mismo ideal. Como dijo san Pío X: «No, la civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad.»[3]
Todos los años, entre los dos eventos, el número de los asistentes va en aumento. Deo gratias!! No es que nos interesen los números (de lo contrario, caeríamos en la numerolatría actual), sino más bien que sabemos que “un poco de levadura hace fermentar toda la masa” (Mt. 13, 33). Damos gracias a Dios que la masa está fermentando, que el Señor está suscitando la restauración católica de nuestra Patria, como se ve, entre otros, en estos dos eventos.





[1] Padre Alberto I. Ezcurra. In Memoriam.
[2] P. Leonardo Castellani, Camperas. Bichos y personas, Organización San José, Séptima edición, Bs As, 1970, p. 240.
[3] S. Pío X, Carta Apostólica Notre Charge Apostolique, de 25 de agosto de 1910, en Doctrina Pontificia, vol. II. p. BAC., Madrid, 1958. 

sábado, 12 de agosto de 2017

Jordán Bruno Genta y Carlos Alberto Sacheri, mártires de Cristo Rey


Hemos conmemorado durante el año 2014 el cuadragésimo aniversario de la muerte de Jordán Bruno Genta y de Carlos Alberto Sacheri [1]. Hemos narrado su vida, sus escritos y las circunstancias de su muerte. Para reafirmar lo dicho, y concluir ambos artículos debemos afirmar, sin lugar a dudas, que ambos patriotas del Cielo y de la tierra deben ser considerados, con toda propiedad, mártires.
Santo Tomás, en la Suma de Teología, en su tratado sobre la virtud de la fortaleza, donde explica el martirio, como primer analogado del hombre fuerte, nos enseña que «pertenece a la razón del martirio mantenerse firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores» (II-II, 124, 1). Genta, proscripto primero por enseñar la verdad de la fe con todas sus consecuencias, expulsado del rectorado por no ser genuflexo al poder político, soportando la pobreza para él y su familia para no ceder ante falsas prioridades; y amenazado luego de muerte reiteradas veces, fue al fin asesinado por no dejar de ver clarividentemente y de enseñar, en su caso, la necesidad de fortalecer a las Fuerzas Armadas de la Nación para enfrentar al poder comunista. Sacheri, por otra parte, sabiendo todos que él sería el sucesor doctrinal de Genta, a pesar de que había sido intimidado de muerte luego de la caída del primero, no claudicó en la enseñanza de la doctrina social de la Iglesia, ni dejó de denunciar los errores del tercermundismo dentro de su mismo seno, con su obra “La Iglesia Clandestina”, que le valió su muerte violenta.
Como nos sigue diciendo el Angélico: «no debe uno dar a otro ocasión para obrar injustamente, pero si el otro obrara así, él debe soportarlo con moderación» (II-II, 124, 1 ad 3). Ahora bien, es evidente que ni Genta ni Sacheri dieron ocasión para que los enemigos los ataquen. Ambos luchaban por el bien temporal de la patria, abierto a la fe católica, único modo de realizarse el bien en este mundo, de modo individual y social, advirtiendo acerca de los males que los acechaban. Pero no debe decirse que ellos se expusieron temerariamente a la muerte por denunciar los errores de nuestro tiempo, ni tampoco por dar nombres concretos de aquellos que los promovían (como hizo Sacheri en “La Iglesia Clandestina”), porque, como dice Santo Tomás: «A ella [la ciencia de la verdad] pertenece aceptar uno de los contrarios y rechazar el otro; como sucede con la medicina, que sana y echa fuera a la enfermedad. Luego así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades, así también lo es luchar contra el error.» (Suma Contra Gentiles, I, 1)
Tanto en Genta como en Sacheri han brillado todas las virtudes que resplandecen en los mártires. «El martirio se relaciona con la fe como el fin en el que uno se afirma; y con la fortaleza como su hábito de donde procede.» (II-II, 124, 2, ad 1). «Al acto del martirio inclina la caridad como primer y principal motivo o como virtud imperante; la fortaleza, en cambio, como motivo propio y virtud productora.» (II-II, 124, 2, ad 2). Las virtudes teologales fueron el motor de sus existencias, por las opciones de sus propias vidas. Por la fe permanecieron en su propia patria, en épocas difíciles; por la fe despreciaron los bienes y los cargos temporales; por la fe pospusieron sus propias vidas por la proclamación de la verdad. Virtud de la fe, que no sólo implica la adhesión intelectual a la verdad de Dios que se revela, sino también su profesión externa, con todo lo que conlleva. Por eso agrega más adelante el Doctor Común: «Pertenece al martirio el que el hombre dé testimonio de su fe, demostrando con sus obras que desprecia el mundo presente y visible a cambio de los bienes futuros e invisibles.» (II-II, 124, 4). «Padece como cristiano no sólo el que sufre por la confesión de su fe de palabra, sino también el que sufre por hacer cualquier obra buena, o por evitar cualquier pecado por Cristo: porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe». (II-II, 124, 5, ad 1). Por la virtud de la esperanza, poniendo su confianza más en Dios que en los auxilios humanos, se arrojaron en el poder de Dios, para que Él hiciera su obra, a pesar de faltarles recursos humanos; por la esperanza no temieron incluso en morir, sabiendo que Dios suscitaría a otros que en su lugar tomarían sus puestos, en la defensa de la verdad. Por la virtud de la caridad, amaron más a Dios que a sus bienes, a sus sitios, a sus honras, a sus familias e incluso a sus propias vidas, prefiriendo antes el permanecer firmes, como el centinela: «En lo alto de la torre, mi Señor, estoy de pie todo el día, y en mi puesto de guardia permanezco alerta toda la noche.» (Is. 21, 8) «El martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que se demuestra tener tanto mayor amor a una cosa cuando por ella se desprecia lo más amado y se elige sufrir lo que más se odia… Según esto, parece claro que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de máxima caridad, conforme a las palabras de San Juan (15, 13): “Nadie tiene mayor amor que el dar uno la vida por sus amigos”.» (II-II, 124, 3) Esta máxima caridad es la que se ve en estos dos intrépidos defensores de la fe católica.
Esta fe y esta caridad que demostraron durante toda su vida, y sobre todo en el momento de su muerte, fueron las que hicieron meritorio su acto de martirio, como causa y como raíz fontal de toda acción. «Los mártires de Cristo son como testigos de su verdad. Pero se trata de la verdad de la fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio. Pero a la verdad de la fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe… Por tanto, las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, por medio de la cual nos es manifiesto que Dios nos exige esas obras y nos recompensa por ellas. Y bajo este aspecto pueden ser causa del martirio.» (II-II, 124, 5) «El que [el testimonio de la sangre] sea meritorio le viene de la caridad, como a todo acto virtuoso. Por tanto, sin la caridad no tiene valor alguno.» (II-II, 124, 2, ad 2)
Fueron en ellos las virtudes teologales que dieron origen en sus almas a las virtudes morales. «El acto principal de la fortaleza es el soportar, y a él pertenece el martirio, no a su acto secundario, que es el atacar. Y como la paciencia ayuda a la fortaleza en su acto principal, que es el soportar, se sigue que también en los mártires se alabe la paciencia por concomitancia.» (II-II, 124, 2, ad 3) «El martirio abarca lo que puede haber de sumo en la obediencia, es decir, el ser obediente hasta la muerte, como se nos dice de Cristo en Flp. 2, 8: que “se hizo obediente hasta la muerte”.» (II-II, 124, 3, ad 2). Vemos claramente su paciencia, en soportar grandes adversidades, sin rehusarlas, por amor a la fe católica, demostrada hasta el martirio, sin claudicar ni un momento. Reluce su obediencia a la vocación intelectual que Dios les había dado, vocación que no dejaron de seguirla a pesar de las grandes dificultades que se le presentaban en su época. Sin duda, para que pudieran ser fieles a su magisterio se requería una virtud singular, heroica, que se requería en su caso para su santificación. «No hay ningún acto de perfección que cae bajo consejo que en algún caso no caiga bajo precepto como necesario para salvarse, por ejemplo, según San Agustín en el libro De Adulterinis Coniugiis, si uno se ve en la necesidad de guardar la continencia por ausencia o enfermedad de su mujer. Y por eso no va contra la perfección del martirio el que en algún caso sea necesario para salvarse.» (II- II, 124, 5, ad 1)
No sólo Genta y Sacheri aceptaron la muerte violenta que sufrieron, sino que además la vieron venir en sus propias vidas, y no la evadieron por amor al reinado de Cristo en nuestra patria. Esta acción suya, sin duda, fue meritoria. « El mérito del martirio no se da después de la muerte, sino en soportarla voluntariamente, es decir, cuando uno sufre libremente la inflicción de la muerte.» (II- II, 124, 4, ad 4).
Nada mejor para demostrar su martirio que el propio testimonio de sus verdugos, que ya hemos recordado al narrar la vida de Carlos Sacheri. Ese comunicado confirma que los mataron por odio a la fe.
Por lo tanto, tanto por su vida, su obra y su muerte, como por la carta de sus homicidas, podemos concluir con certeza que el deceso de ambos se debe al odio a la fe católica, y que, por ende, deben ser considerados mártires de Cristo Rey.
Podemos concluir con santo Tomás: «En el martirio el hombre es confirmado sólidamente en el bien de la virtud, al no abandonar la fe y la justicia por los peligros inminentes de muerte, los cuales también amenazan en una especie de combate particular, por parte de los perseguidores… Por tanto, está claro que el martirio es acto de la fortaleza. Y por eso dice la Iglesia, hablando de los mártires, que se hicieron fuertes en la guerra.» (II-II, 124, 2). Es claro que esto se ve en Jordán Bruno y en Carlos Alberto de modo especial. Ellos no temieron las provocaciones de los enemigos, perseveraron en el «buen combate de la fe» (2 Tim. 4, 7), «se hicieron fuertes en la guerra», y por ello su sangre derramada se ha unido a la única Sangre derramada para la salvación de la humanidad.



[1] El siguiente artículo fue publicado en la página web Adelante la Fe, el día 15 de enero de 2015, como puede verse aquí.

viernes, 11 de agosto de 2017

María, Paraíso de Dios









Lecturas: Núm. 6, 22-27; Ps. 66; Gal. 4, 4-7; Lc. 2, 16-21.


«María es el Paraíso de Dios y su mundo inefable, donde el Hijo de Dios entró para hacer maravillas, para guardarle y tener en él sus complacencias.»[1]
Con esta frase, san Luis María alaba la Maternidad Divina de María Santísima, y nos recomienda entrar en su Santuario Inmaculado, a través de la esclavitud mariana.
Celebramos hoy este inmenso privilegio de Nuestra Señora, como la otra faceta del misterio de la Navidad: El 25 de diciembre hicimos hincapié en el anonadamiento del Verbo Encarnado, hoy lo hacemos mirando a Aquella pura criatura de la que Dios quiso necesitar para salvar a la humanidad.


Esta verdad de fe, creída por siempre por la Iglesia, según las palabras que Isabel le dice a la Santísima Virgen: «¿De dónde me viene, que la Madre de mi Señor venga a mí?» (Lc. 1, 43), fue proclamada solemnemente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso, contra los errores del Patriarca Nestorio, el cual afirmaba que en Jesucristo no había una unión real entre su divinidad y su humanidad, sino que Dios habitaba en el hombre como si fuera un templo. De este modo, Jesucristo no sería una única persona, ni se podría afirmar que María es Madre de Dios, sino solamente madre del hombre Jesucristo.


Frente a esta herejía, el Concilio de Éfeso, en el año 431, declaró la maternidad divina de María Santísima: «No decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo, según hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fue llamado hijo del hombre, no por sola voluntad o complacencia, pero tampoco por la asunción de la persona sola, y que las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad… Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen.»


«Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos», en palabras de Juan Pablo II. A ellos la Iglesia siempre debe volver, para conservar la unidad de la fe, para profesarla siempre «con el mismo sentido y con la misma sentencia», como escribió san Vicente de Lérins. Entre las enseñanzas de estos santos podemos citar a san Ignacio de Antioquía, quien en el año 108 escribió: «Nuestro Dios, Jesucristo, ha sido llevado en el seno de María, según la economía divina, nacido “del linaje de David” (Jn. 7, 42; Rom. 1, 3; 2 Tim. 2, 8) y del Espíritu Santo. Él nació y fue bautizado para purificar el agua por su pasión.» Como dice también san Atanasio, en el año 365: «El Verbo que ha sido engendrado desde lo alto por el Padre de modo inefable, inexplicable, incomprensible y eterno, Él mismo ha sido generado en el tiempo abajo desde la Virgen María, Madre de Dios, para que, los que antes fueron engendrados abajo, nazcan en segundo lugar desde lo alto, es decir desde Dios.» Como explica santo Tomás: «La Santísima Virgen se llama Madre de Dios, no porque sea Madre de la Divinidad, sino porque, según la humanidad, es Madre de la persona que tiene la Divinidad y la humanidad.»
No cabe una unión superior a ésta entre el Hijo de Dios y criatura alguna. Porque, en la ordenación de los seres, nada hay más grande que Dios; y en el orden de la naturaleza, no hay unión más grande entre dos personas que la de la maternidad. Por ello, la relación existente en entre María Santísima y su Hijo supera el orden de la naturaleza e incluso el de la gracia. Ella está asociada al orden hipostático, es decir, aporta todos los elementos humanos a la persona de Jesucristo, superando de este modo a los seres más nobles y puros que existen en el universo por su cooperación al actual plan de salvación de Dios.


Esta excelsa criatura, «tesoro digno de ser venerado por todo el orbe, lámpara inextinguible, corona de la virginidad, trono de la recta doctrina, templo indestructible, lugar propio de aquel que no puede ser contenido en lugar alguno», en palabras de san Cirilo de Alejandría, gran defensor de este dogma, es, por pura misericordia de Dios, también Madre nuestra. Por ello debemos hacernos sus hijos más pequeños, ponernos en su regazo. Por eso su Corazón Inmaculado debe ser nuestro seguro refugio, y quien nos alcance hasta Dios. Por esto debemos renunciar a nosotros mismos, como consecuencia necesaria de nuestro Bautismo, y poner nuestro ser en manos de Jesucristo, a través de su más limpia criatura. «María no es como las demás criaturas, que si nos adherimos a ellas podrían más bien separarnos de Dios que aproximarnos a Dios: la inclinación más fuerte de María es unirnos a Jesucristo, su Hijo, y la inclinación más fuerte del Hijo es que se vaya a Él por su Santísima Madre».


Este es «el camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios que es la perfección cristiana». Por esto, algunos miembros de nuestra parroquia harán hoy su esclavitud mariana, como signo de querer hacer en todo la santa Voluntad de Dios, renunciando a sí mismos, y queriendo luchar contra todo lo que desagrada a Dios, al mundo, al demonio y a la propia carne.
Sabemos que el demonio no se quedará de brazos cruzados. Vendrá a atacarnos para matar en nuestra alma el deseo de perfección. El principal enemigo somos nosotros mismos, que no podemos vencer nuestros vicios dominantes; que seguimos atados al pecado mortal, o al pecado venial deliberado; que nos sigue importando el respeto humano, antes que los derechos de nuestro Dios.
Pero también conocemos que el demonio utilizará a algunos secuaces, que se harán sus títeres, consciente o inconscientemente. Esos han sido los que han profanado nuestro sagrario; los que han roto la imagen de Nuestro Señor, el Pantocrátor; los que han revolcado por el piso los objetos de la Legión de María. Estos son los que han saqueado la casa de Dios… Dios tenga misericordia de sus almas, y nos dé a nosotros espíritu para reparar semejantes infamias.


Sí, «para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino… contra los poderes mundanos de estas tinieblas» (Ef. 6, 12). El enfrentamiento es desparejo, no porque los demonios vengan contra nuestras pobres fuerzas humanas, sino porque ellos nada pueden contra Dios. «A una se confabulan contra el Señor y contra su Mesías» (Ps. 2, 2). Y nada pueden contra el Vaso Digno de Honor, que es la Madre del Señor. Como dice la Escritura: «El Señor quebranta las guerras; Señor es su nombre… El Señor Todopoderoso le hirió, entregándolo en manos de una mujer, que le quitó la vida» (Jdt. 16, 3. 7). Por esto nos alistaremos en las tropas de la Santísima Virgen, para que Ella nos alcance la victoria, para que Ella en nosotros pisotee al pecado, al demonio y a la muerte, para que en nuestra alma se cumpla la sentencia de San Juan de la Cruz: «Sólo mora en este monte honra y gloria de Dios».


Por ello terminamos con las palabras de la homilía más famosa de la antigüedad, de San Cirilo, que también nosotros hacemos nuestras: «Te saludamos a Ti, que encerraste en tu seno virginal a aquel que es inmenso e inabarcable; a Ti, por quien la santa Trinidad es adorada y glorificada; por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el orbe; por quien exulta el cielo; por quien se alegran los ángeles y arcángeles; por quien son puestos en fuga los demonios; por quien el diablo tentador cayó del cielo; por quien la criatura, caída en el pecado, es elevada al cielo; por quien toda la creación, sujeta a la insensatez de la idolatría, llega al conocimiento de la verdad; por quien los creyentes obtienen la gracia del bautismo y el aceite de la alegría; por quien han sido fundamentadas las Iglesias de todo el orbe de la tierra; por quien todos los hombres son llamados a la conversión».








[1] Esta homilía fue predicada y publicada el día 1 de enero de 2015, en la parroquia Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, del barrio Butaló (Santa Rosa), como puede verse aquí.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Abrazar la Cruz


CARTA DE UNA RELIGIOSA







La autora de la dramática misiva se llama Lucy Vertrusc. No es, lamentablemente, la única religiosa violada en esta guerra singularmente feroz de Bosnia-Hersegovina. Como las restantes, se negó al aborto y asumió su maternidad, en medio de la mayor pobreza, como la voluntad de Dios, nunca tan misteriosamente expresada. Lo que sigue es el texto completo de un testimonio dramático, que resume piedad y amor a Dios y al prójimo, dirigido a la superiora de su Congregación.






Soy Lucy, una de las jóvenes religiosas que ha sido violada por los soldados serbios. Le escribo, Madre, después de lo que nos ha sucedido a mis hermanas Tatiana, Sandría y a mí. Permítame no entrar en detalles del hecho. Hay en la vida experiencias tan atroces que no pueden contarse a nadie más que a Dios, a cuyo servicio, hace apenas un año me consagre. 






Mi drama no es tanto la humillación que padecí como mujer, ni la ofensa incurable hecha a mi vocación de consagrada, sino la dificultad de incorporar a mi Fe un evento que ciertamente forma parte de la misteriosa voluntad de Aquél, a quien siempre consideré mi Esposo Divino. 






Hacía pocos días que había leído «Diálogos de Carmelitas», y espontáneamente pedía al Señor la gracia de poder también yo morir mártir. Dios me tomó la palabra, pero ¡De qué manera! Ahora me encuentro en una angustiosa oscuridad interior. El ha destruido el proyecto de mi vida, que consideraba definitivo y exaltante para mí y me ha introducido improvisadamente en un nuevo designio suyo que, en este momento, me siento incapaz de descubrir. 






Cuando adolescente escribí en mi Diario: «Nada es mío, yo no soy de nadie, nadie me pertenece». Alguien, en cambio, me apreso una noche, que jamás quisiera recordar, me arrancó de mí misma, queriendo hacerme suya...






Era ya día cuando desperté y mi primer pensamiento fue el de la agonía de Cristo en el Huerto. Dentro de mí se desencadenó una lucha terrible. Me preguntaba por qué Dios permitió que yo fuese desgarrada, destruida precisamente en lo que era la razón de mi vida; pero, también me preguntaba a qué nueva vocación El quería llamarme.






Me levanté con esfuerzo y mientras ayudada por sor Josefina me enderezaba, me llegó el sonido de la campana del convento de las Agustinas, cercano al nuestro, que llamaba a oración de las nueve de la mañana. Me hice la señal de la Cruz y recité mentalmente el himno litúrgico: «En esta hora sobre el Gólgota, / Cristo, verdadero Cordero Pascual, / paga el rescate de nuestra salvación».






¿Qué es madre, mi sufrimiento y la ofensa recibida, comparada con el sufrimiento y la ofensa de aquel por quien había jurado mil veces dar la vida?. Dije despacio, muy despacio: «Que se cumpla tu voluntad, sobre todo ahora que no tengo donde aferrarme y que mi única certeza es saber que Tú, Señor, tu estás conmigo.» 


Madre, le escribo no para buscar consuelo, sino para que me ayude a dar gracias a Dios por haberme asociado a millares de compatriotas ofendidas en su honor y obligadas a una maternidad indeseada. Mi humillación se añade a la de ellas y porque no tengo otra cosa que ofrecer en expiación por los pecados cometidos por los anónimos violadores y para reconciliación de las dos etnias enemigas, acepto la deshonra sufrida y la entrego a la misericordia de Dios.






No se sorprenda, Madre, si le pido que comparta conmigo un «gracias» que podría parecer absurdo. En estos meses he llorado un mar de lágrimas por mis dos hermanos asesinados por los mismos agresores que van aterrorizando nuestras comunidades y pensaba que no podría sufrir más de eso, ¡tan lejos estaba de imaginar lo que me había de suceder!






A diario llamaban a la puerta de nuestro convento centenares de criaturas hambrientas, tiritando de frío con la desesperación en los ojos. Hace unas semanas un muchacho de dieciocho me dijo: «Dichosas ustedes que han elegido un lugar donde la maldad no puede entrar». El chico tenía en la mano el rosario de las alabanzas del profeta. Y añadió en voz baja: «Ustedes no sabrán nunca lo que es la deshonra».






Pensé largamente sobre ello y me convencí que había una parte secreta del dolor de mi gente que se me escapaba y casi me avergoncé de haber sido excluida. Ahora soy una de ellas, una de las tantas mujeres anónimas de mi pueblo, con el cuerpo desbastado y el alma saqueada. El Señor me admitió a su misterio de vergüenza. Es más, a mí, religiosa, me concedió el privilegio de conocer la fuerza diabólica del mal.






Sé que de hoy en adelante, las palabras de ánimo y de consuelo que podré arrancar de mi pobre corazón, ciertamente serán creíbles, porqué mi historia, su historia y mi resignación, sostenida por la Fe, podrá servir, sino de ejemplo, por lo menos de referencia. De su acción moral y afectiva.






Basta un signo, una vocecita, una señal fraterna, para poner en movimiento la esperanza de tantas criaturas desconocidas. Dios me ha elegido –que él me perdone esta presunción– para guiar a las más humilladas de mi pueblo hacia un alba de redención y de libertad. Ya no podrán dudar de la sinceridad de mis palabras, porque vengo como ellas, de la frontera del envilecimiento y la profanación. 


Recuerdo que cuando frecuentaba en Roma la Universidad «Auxilium» para la Licenciatura en Letras, una anciana eslava, profesora de literatura me recitaba estos versos del poeta Alexej Mislovic: «Tú no debes morir / porque has elegido estar / de la parte del día». La noche, en que por horas y horas fui destrozada por los serbios me repetí estos versos que los sentía como un bálsamo para el alma, enloquecida ya casi por la desesperación. 


Ahora ya todo pasó y al volver hacia atrás tengo la impresión de haber sufrido una terrible pesadilla. Todo ha pasado, Madre pero todo empieza. En su llamado telefónico después de sus palabras de aliento, que le agradeceré toda la vida, usted me hizo una pregunta concreta: «¿Qué harás de la vida que te han impuesto en tu seno?». Sentí que su voz temblaba al hacerme esa pregunta, pregunta que no creí oportuno responder de inmediato, no porque no hubiese reflexionado por el camino a seguir, sino para no turbar sus eventuales proyectos respecto de mí. Yo ya decidí. Seré madre. El niño será mío y de nadie más. Sé que podría confiarlo a otras personas pero él - aunque yo no lo quería y no lo esperaba - tiene el derecho a mi amor de madre. No se puede arrancar una planta con sus raíces. El grano de trigo caído en el surco tiene necesidad de crecer allí, donde el misterioso, aunque inicuo sembrador lo echó para crecer. 


Realizaré mi vocación religiosa de otra manera. Nada pediré a mi congregación que me ha dado ya todo. Estoy muy agradecida por la fraterna solidaridad de las hermanas que en este tiempo me han llenado de delicadezas y atenciones, y particularmente por no haberme importunado con preguntas indiscretas. Me iré con mi hijo, no sé dónde, pero Dios que rompió de improviso mi mayor alegría me indicará el camino a recorrer para hacer su voluntad.






Volveré pobre, retornaré al viejo delantal y a los zuecos que usan las mujeres los días de trabajo y me iré con mi madre a recoger a nuestros bosques la resina de la corteza de los árboles...








Alguien tiene que empezar a romper la cadena de odio que destruye desde siempre nuestros países. Por eso, al hijo que vendrá le enseñare solo el amor. Este, mi hijo, nacido de la violencia, testimoniará junto a mí que la única grandeza que honra al ser humano es la del perdón.