sábado, 28 de octubre de 2017

La Beata Sor María Serafina Micheli tuvo la visión de Lutero en el infierno








Beata Sor María Serafina del Sagrado Corazón de Jesús
(en el siglo Clotilde Micheli), fundadora del
Instituto de las Hermanas de los Ángeles 







En 1883 la beata Sor María Serafina Micheli (1849-1911), fundadora del Instituto de las Hermanas de los Ángeles, pasaba por Eisleben, ciudad de Sajonia, lugar donde nació Lutero.






Ese día se celebraba el cuarto centenario del nacimiento del gran heresiarca (10 noviembre de 1483), que dividió a Europa y a la Iglesia, causando grandes guerras. Con motivo de la celebración las calles estaban adornadas y de los balcones colgaban banderas. Entre las autoridades presentes se esperaba, de un momento a otro, la llegada del emperador Guillermo I, que debía presidir las celebraciones.


















LUTERO 



La beata miraba el gran tumulto y agitación, pero no estaba interesada en saber por qué ocurría. Su interés era ir a una iglesia para orar y hacerle una visita a Jesús Sacramentado. Finalmente, halló una, pero las puertas estaban cerradas, pero se arrodilló en las escaleras de acceso para hacer sus oraciones. Por la oscuridad, no advirtió que estaba arrodillada delante de un templo protestante. Mientras oraba, se apareció el Ángel de la Guarda y le dijo: “Levántate, porque esta es una iglesia protestante”. Y añadió: “Yo quiero que veas el lugar donde Martín Lutero está condenado y la pena que paga en castigo de su orgullo”.






Entonces tuvo la visión de un horrible abismo de fuego, en el cual eran atormentadas una innumerable cantidad de almas. En el fondo vio a un hombre, Martín Lutero, que se distinguía entre los demás condenados pues estaba rodeado de demonios que lo obligaban a estar de rodillas y todos (los demonios), armados de martillos, mientras se esforzaba en vano, le clavaban en la cabeza una gran clavo.







La monja meditaba que si las personas que participaban en la fiesta vieran esta escena dramática, ciertamente no rendirían honores, ni memoria, ni conmemoraciones ni celebraciones a tan funesto personaje.

Desde entonces, cuando se le presentaba la oportunidad, recordaba a sus hermanas de religión sobre el deber de vivir en la humildad y el abandono de sí. Estaba convencida firmemente que Martín Lutero estaba condenado en el infierno sobre todo por el primer pecado capital: LA SOBERBIA. El orgullo lo hizo caer en pecado mortal, y lo condujo a la rebelión abierta contra la Iglesia Católica. Su conducta, su posición para con la Iglesia y sus herejías fueron determinantes para engañar y conducir a muchas almas superficiales e incautas a la perdición eterna.










Como en Alemania celebrarán en el 2017 el 500º aniversario del nacimiento del protestantismo y como consecuencia se realizarán homenajes a Martín Lutero, se habla ya de que algunos sectores "católicos" participarían en los mismos. Sepan éstos, desde ahora, que estarían homenajeando no sólo a un heresiarca sino también a un réprobo, si nos atenemos a las visiones de Sor María Serafina.



EL PADRE PÍO SOSTUVO QUE LUTERO ESTABA CONDENADO


Por su parte, el padre Stefano Manelli -fundador de los Franciscanos de la Inmaculada- ha recordado -en Il Settimanale di Padre Pio del 20 de Enero de 2013, p.1- que lo mismo señalaba el Padre Pío sobre la condenación eterna de Martín Lutero. Explicó que el P. Pío advertía que aquellos que creen poder comunicarse directamente con Dios -como Lutero-, también están en camino al infierno. El final de Lutero fue horrible y angustioso, escribió el P. Manelli, y señaló -fundamentándose en lo dicho por el padre Pío- que quienes lo siguen se arriesgan a ir al infierno como Lutero, por no escuchar las enseñanzas de la Iglesia Católica.






NOTA DE CATOLICIDAD: Luego, el verdadero ecumenismo es el que caritativamente busca solamente la conversión de los protestantes a la verdadera y única Iglesia de Cristo: la Católica romana. Nada tiene que hacer un católico -¡sea quien sea!- en un homenaje a quien con sus herejías desgarró miles de almas de la verdadera Arca de Salvación. Homenajearlo sería -aunque ello no se pretendiera- confirmar en el error a tantos errados, y tal acto constituiría un falso ecumenismo y una grave falta de caridad, aunque hipotéticamente se tuvieran las mejores -pero equivocadas- intenciones.













domingo, 22 de octubre de 2017

¿Por qué prefiero la Misa tradicional?


En la actualidad en el rito romano existen dos formas de celebración de la Santa Misa. Son la forma tradicional y el novus ordo. Sin entrar en discusiones litúrgicas más profundas, que dejaré, al menos por ahora, para los más entendidos en estos temas, quiero escribir, a petición de un amigo, por qué prefiero celebrar la Santa Misa en su forma tradicional.
Ante todo, en esta forma la Santa Misa siempre se celebra ad orientem. De este modo, nos recuerda que la celebración se realiza por y para Dios. Así, constatamos que la Misa es ante todo oración. No es creatividad o subjetividad de cada uno, sino vaciamiento interior. Es tener la actitud de Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Por esta misma forma de celebrar nos posicionamos en expectación de Jesucristo, Oriente de lo alto, que vendrá de la misma forma que lo han visto partir los Apóstoles. Mirarlo a Él es quedar transfigurado en la propia existencia. Por ello quien se convierte, en lenguaje patrístico, mira al Oriente y le da la espalda a Occidente. Así, el hombre vuelve a ser cabeza de la creación, ahora restaurada en Cristo, y por su voz, lo visible y lo invisible le tributa al Creador un culto en espíritu y en verdad.
En segundo lugar, esta Misa siempre se celebra en latín. Esto nos hace tener presente que siempre en la Misa habrá algo más que no podemos entender. «No se puede señalar una semejanza entre el Creador y la criatura de la cual no se pueda marcar una desemejanza aún mayor.» Por esto San Agustín decía: «Si comprehendis, non est Deus». El latín es preciso, es riguroso. Los textos de la Misa son milenarios; muchos de ellos han sido compuestos por santos y mártires. Por otra parte, como se dice en italiano, «traduttore, tradittore»: el traductor siempre es un traidor, porque es imposible expresar en un solo concepto en lengua vernácula la polisemia de conceptos del latín (hecho que sucede en cualquier traducción, y tanto más cuanto esté más alejada una lengua de otra). Todo esto además sin hacer referencias a las traducciones pésimas de las cuales tenemos que hacer uso en el novus ordo, que más que traslucir el misterio de la presencia real del Señor en el santo sacrificio, lo opacan y lo desdibujan.
En tercer lugar, se observa en esta forma de celebrar la Misa la prioridad del silencio. Por esto el sacerdote reza en voz baja: lo esencial siempre permanecerá ignorado por nuestra curiosa soberbia. Frente a la cultura actual del ruido ensordecedor, que impide al hombre pensar en la eternidad, es necesario este despojo primordial: si Dios es la Palabra, al hombre le corresponde el silencio para escuchar y aceptar su Voluntad. Recuerda además esto el misterio del arcano, por el cual se velaba de tal modo por los sagrados misterios que se cuidaba que lo santo no cayera en manos de los pecadores empedernidos, cumpliéndose así el mandato del Señor: «No deis lo santo a los puercos». La misma presencia del silencio, entonces, es un reproche al igualitarismo litúrgico que hoy quiere imponerse, y a los supuestos “derechos” a que todos reciban del mismo modo todos los sacramentos. Las distinciones son propias de los que se dejan inspirar por la Sabiduría Divina, porque «es propio del sabio ordenar», como dice Santo Tomás.
En cuarto lugar, y relacionado con este punto, en la forma tradicional de la Misa se distingue claramente el oficio propio del sacerdote del que le corresponde al fiel laico. Así, sólo el sacerdote prepara el cáliz y el copón para la santa Misa, sólo él reza el primer Confiteor, sólo él proclama el Evangelio e incluso las lecturas en la Misa rezada, sólo él reza en voz alta el Pater noster, sólo él reza solo el Domine, non sum dignus. Luego los fieles harán su parte, pero por separado. De esta forma, las funciones distintas en la liturgia manifiestan el oficio diferente que tiene cada uno: el sacerdote actúa identificándose con Jesucristo como Cabeza, y los feligreses participan de modo más remoto del mismo sacerdocio de Cristo.
En quinto lugar, en la forma tradicional se hace más hincapié en la necesaria preparación espiritual para acceder a los Divinos Misterios. Por ello tenemos, de parte de todos los fieles, muchos actos de contrición: desde el rezo del salmo 42 hasta el Confiteor, tanto del celebrante como de los demás fieles (que se repite antes de la recepción de la Santa Comunión), la antífona Ostende nobis, Domine, misericordiam tuam, y el Kyrie. Dicha actitud espiritual está acompañada de la correspondiente posición corporal, donde los fieles permanecen de rodillas durante todo el Canon Romano, durante el Domine, non sum dignus, para recibir la Santa Hostia, y, facultativamente, durante la acción de gracias, y la recepción de la bendición sacerdotal final; junto con el rezo, también optativo, de las oraciones leoninas.
En sexto lugar, las oraciones del ofertorio de la Misa tradicional demuestran ser un verdadero ofrecimiento, donde el sacerdote primero ofrece la hostia en reparación por sus propios pecados, luego por los circunstantes, y al final por todos los vivos y difuntos. De esta manera, el sacrificio será de aroma de suavidad en presencia de la Divina Majestad, pero sólo por la Encarnación, la Pasión, la Resurrección y la Ascensión de Jesucristo, a la cual esperamos asociarnos con la Santísima Virgen y los demás santos. Como se puede observar, todo ello dice mucho más que unas simples oraciones eucológicas, de tonalidad judía, propias del novus ordo Missae, sin tradición en la liturgia católica de la Iglesia.
En séptimo lugar, en la Misa tradicional se hace más evidente el valor exorcístico del santo sacrificio, desde la lectura de los dos Evangelios mirando hacia el Norte (símbolo del lugar donde provienen las tentaciones), hasta las oraciones leoninas del final de la Santa Misa, rezadas para que el demonio no humille a la Santa Iglesia, todo ello rogado por la intercesión de la gloriosa e inmaculada Virgen María.
En octavo lugar, en la forma tradicional se observa una perfecta armonía, entre las oraciones propias y las lecturas y el Evangelio que se proclama, de tal modo que es necesario conocer bien todos los textos antes de dirigir unas palabras de modo adecuado en la homilía. Ello no sucede en el novus ordo, en el cual hay tres ciclos de lecturas para los domingos y solemnidades, y dos ciclos para las lecturas diarias, dificultándose que se ensamblen de modo perfecto las lecturas de la Escritura con las oraciones del Misal.
En noveno lugar, en el calendario de la Misa tradicional se hace más hincapié en la necesidad de hacer penitencia para salvar nuestras almas. Ello se observa no sólo en la extensión del tiempo de cuaresma en las semanas de septuagésima, sexagésima y quincuagésima, sino también por la presencia de las témporas, ubicadas al inicio de las cuatro estaciones del año.
En décimo lugar, se observa el poder santificador de un único sacerdote en cada Santa Misa de la forma tradicional, de forma tal que no se permite la concelebración en la ceremonia. Así, resalta el poder mediador del único sacerdote, Jesucristo; por sobre una supuesta participación litúrgica mal entendida.

Por estas diez razones prefiero la Misa tradicional. Muchos sacerdotes o no lo ven, o tienen miedo de hacerlo, o están amenazados para no hacerlo. Sin embargo, hay un gran movimiento de restauración litúrgica, que Dios está colocando en los más jóvenes, que los manipuladores de la pastoral no pueden frenar. El mismo Señor les está regalando, ya aún hoy, en medio de las persecuciones de los falsos hermanos, sus mejores dones: la multitud de hijos en las familias numerosas, el don de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y el llamamiento de Cristo Rey a sus soldados intrépidos para reconquistar para Él las almas, las familias, la sociedad, e incluso restaurar su misma Iglesia.

jueves, 5 de octubre de 2017

Importancia de la vida teologal en el cristiano


PRIMERA APARICIÓN DEL ÁNGEL DE PORTUGAL

¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo; os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman!
En la primera aparición del Ángel de la Paz, el Ángel de Portugal, a los pastorcitos de Fátima, les enseñó esta oración. Vemos aquí con claridad la importancia de la vida teologal para todo cristiano, dado que nos religa y nos hace elegir de nuevo al mismo Dios, como principio, ejemplo y fin de nuestra vida.
Hoy asistimos a una vida teologal falsificada: tiene “fe” en el hombre, en el progreso o en la técnica; se tiene “esperanza” en que se acabarán las enfermedades, o que el hombre por sus propias capacidades podrá llegar a un falso paraíso en la tierra, cayendo en utopismos irrealizables; se cree que se tiene “caridad” por practicar un puro asistencialismo chato y horizontal.
Frente a estos engaños, el Ángel nos recuerda lo esencial: la fe es creer en Dios, y en todo lo que Él nos ha revelado, porque es la Verdad misma, que no puede ni engañarse ni engañarnos; la esperanza es confiar en que poseeremos la Bienaventuranza con los auxilios divinos de la Divina gracia; la caridad es el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. De este modo, si Dios no nos inspira, no sostiene y no lleva a término nuestras obras no puede haber fin último sobrenatural, y ni siquiera algo inocente en el hombre, como reza el Veni Sancte Spiritus.
Junto con la vida teologal, es necesaria la virtud de la religión. Ella no tiene por causa eficiente, ejemplar y final al mismo Dios, pero es la virtud más elevada entre las morales, pues, perteneciendo a la virtud de la justicia, que es dar a cada uno lo suyo, defecciona de su carácter de igualdad al darle a Alguien superior, al Ser máximo, lo que se le debe: es decir, todo. Por esto busca darle a Dios lo que se le debe en cuanto Primer y Último Principio del propio Ser.
El Ángel nos enseña que no es posible la vida teologal sin la virtud de la religión. De nada nos serviría decir que creemos, esperamos o amamos a Dios, si no le damos culto en espíritu y en verdad. La fe, la esperanza y la caridad auténticas sólo se dan en la verdadera religión, que es la fe católica.
Al insistir el Ángel con esta oración, nos enseña a luchar por vivir siempre en gracia de Dios. La verdadera desgracia es el pecado mortal. Sin la gracia es imposible agradar a Dios y, por tanto, alcanzar la Bienaventuranza. Es más, el Ángel nos dice que no son virtudes estáticas, que es necesario que sigan creciendo, haciendo actos más intensos, cooperando uno interiormente con la gracia actual. De este modo se crece en la unión con el mismo Dios. Se nos recuerda así que es necesario muchas veces en la vida repetir actos de fe, esperanza y caridad, como por ejemplo al tener uso de razón, al ser tentados en contra de estas virtudes, cuando el Santo Padre proclama un nuevo dogma de fe, y probablemente en el momento de la muerte.
Pero la oración no termina allí. No sólo dice: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo”, sino que agrega: “os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman”.
Esta segunda parte de la oración nos revela la extensión del pecado, sobre todo de la indiferencia e incluso el mismo odio contra Dios. Son los pecados contra las virtudes teologales y la virtud de la religión. Contra las virtudes teologales son la incredulidad, la desesperación, la presunción, el odio a Dios y la envidia contra el prójimo. Santo Tomás resume todos estos pecados en el pecado contra el Espíritu Santo, agregando la impenitencia y la dureza del corazón. Además de ello, vemos los pecados contra la virtud de la religión, tales como la irreligión.
Estos pecados, presentes en todos los tiempos, también en vida de los pastorcitos, abundan particularmente en nuestra época. Por esto ha dicho con tanta razón el Papa Benedicto XVI que se equivoca el que cree que los acontecimientos de Fátima pertenecen al pasado. Hoy se observa más que nunca estos pecados contra el Espíritu Santo y estos desprecios al culto divino.
En los estadios más elevados de la vida espiritual, el amor a Dios se funde en el dolor. Es lo que expresa San Juan de la Cruz al iniciar su poema Llama de amor viva:
“¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe la tela de este dulce encuentro!”
Por esta razón, el padre Pío decía que en la Santa Misa, en la consagración, experimentaba el más profundo amor y el más lacerante dolor[1]:
¿Muere Vd. en la Santa Misa?
Místicamente, en la Sagrada Comunión.
¿Es por exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.
La llama de amor viva, esto es el Divino Espíritu, hiere al amante, de tal modo que la caridad hace aumentar el dolor de los pecados, tanto propios como ajenos, y lo mueve a querer reparar semejante ingratitud. Por esto los santos abrazaron con gran caridad grandes penitencias para consolar al Señor. “El Amor no es amado”, gritaba san Francisco, y por ello aparecía como necio a los ojos de los hombres. Esto lo entendieron Lucía, Jacinta y Francisco, y por ello hasta se privaban de la bebida, usaban una cuerda durante el día e incluso al comienzo durante la noche, etc., además de los sufrimientos que tuvieron que pasar, aceptando lo que Dios les enviaba. “Tú, al menos, procura consolarme”, le dirá luego la Virgen a Sor Lucía, el 10 de diciembre de 1925. Que también nosotros procuremos consolar a Dios, “que ya está muy ofendido” (13 de octubre de 1917).
Que procuremos, entonces, vivir siempre en gracia de Dios, aumentar nuestra vida teologal y la virtud de la religión, e intentar consolar al Señor con nuestra oración y nuestra mortificación.



[1] Puede verse aquí la entrevista completa.